17 de enero de 2005

Leche de burra.

El día que mi hermana vio Cleopatra, la película más cara (y taquillera) de la historia hollywoodense, donde la Liz Taylor le da el medio calugazo a Richard Burton y de paso se lo lleva para la casa, le bajó el antojo. Bañarse con leche de burra. Mi mamá, mujer sufrida con el par de descocadas que tiene por hijas, lo primero que pensó “la María Ignacia me salió con un domingo siete”. Lejos de la realidad, vieja, le dije. Si la tontera fuera tiña, andaríamos todos pintados, agregué filósofa, en esa vena que me fluye cuando a la nena se le ocurre alguna idea brillante, como criar peces tropicales, hacer un viaje al Amazonas o tirarse en parapente.

Buscó en Internet todas las opciones, hinchó a todos los conocidos, gastó teléfono como millonaria y nada. No era época de burras. Sólo de burros y, por lo poco que sé, éstos no dan leche.

La maldición egipcia, el síndrome de Cleo o un carácter obstinado, no sabría especificar la causa, el asunto es que mi hermana averiguó de una empresa donde, por algunos pesos, bastantes diría yo, bañaban a las chicas con algún líquido
elemento y de paso las fotografiaban (para muestra, ahí la tenéis), ya sabes, el mercado es un pozo inagotable.

Ahora la María Ignacia es famosa, tal vez llegue a Hollywood, actué en un remake de Cleopatra y de paso, se bañe en leche de burra, lo que no está nada de mal.


toyita.

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