2 de diciembre de 2004

Extracto


Atrás de los estantes y libreros, en un estudio mediocre hecho de madera de pino, yacía el segundo escritor del mes. Las hormas de sus zapatos fue el primer detalle que reparé. Sin embargo, me reproché cuando mi ayuda masculló "Huele bien raro".

Era cierto. Una mezcla clásica de flores y lavanda, revuelta con la peste pútrida, de nitratos, azufre y carbonos, diría mi padre, volvía espeso el ambiente. Apenas lo noté, y comprendí lo insoportable del lugar cuando de pronto me vi rodeado de centenares de libros que me daban una inmensa flojera ver. Leerlos estaba fuera de discusión.

"Que opina jefe", me susurró Carolina, la teniente enviada de la escuela de medicina del Colegio Naval, "¿le place si nos chingamos unos libritos? Digo, pa ir arrimando la camioneta de reversa, a la sorda, pa que nadie mire..."

Mi auxiliar siguió esperando respuesta con la mirada. "Es incienso de lavanda y peste de muerto, pendejo", le dije. El cabrón escritor decidió suicidarse con pastillas, y quizá adivinó este penoso y tardado descubrimiento. Por eso dejó quemando incienso como para orquestar cien ceremonias gitanas y aromatizar tres docenas de hoyos funky. Mira que aceptar la muerte pero rehusar la peste es completamente poético, pensé.

Me acerqué al cuerpo. La piel apergaminada es todo lo que debo describir. El resto, en este reporte, es letra muerta, inútil y redundante, como el escritor. La boca, sin embargo, mantenía un rictus altivo, que me recordó un antiguo sitio, durante aquellos años de mis correrías literarias. "Me acuerdo de tu cara, pero no sé de donde", musité como estúpido, pues a los muertos no se les habla. Toda plática con un muerto es dogma y romanticismo.

Apenas dejé de observarlo, buscando el lugar donde lo vi entre mis recuerdos, cuando reparé en su mesa de trabajo. Igual que él, sobre el mueble descansaba un manuscrito, con una hoja encima que, dudando de la capacidad policiaca de este ridículo país de escritores muertos, tenía escrito "Carta Póstuma". Eran unas cuantas lineas, y mientras ordené a mi auxiliar y a la teniente que registraran el departamento, leí: Dejo mi obra más grande junto a mi, junto a esta breve explicación. Tuve que hacerlo, y lo comprenderán. Sin embargo, no tuve con quien dejar a mis hijos; espero que esto puedan perdonarmelo, pues es la más terrible y grande de mis infamias".

Nada sorprendente cuando, en medio de tanta lectura megalomaniaca y dramática, la teniente, con sus ojos enormes y encendidos me dijo: "Caray, mi capitán, venga al puto baño para que termine de vomitarse...reputa, estos escritores de ahora están enfermos..."


Jesús Manuel Lomeli
www.chango100.blogspot.com
chango100@gmail.com

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