9 de septiembre de 2004

«De esas pulgas no brincan en tu petate, Javier. Esa es una puta cara, y tú eres un tipo insignificante» —decían todos cuando me sorprendían espiándote. Pero ellos no entendían, no veían más allá de la miope inmediatez de su vida de misa dominical y reuniones moralinas en casa de la abuela. No entendían que, en el fondo, tú eras como esa especie de virgen perversa: ojos de niña y miradas sucias. No imaginaban que por eso mismo que ellos llamaban putería tú eras capaz de fijarte en un pobre idiota como yo. Cierto que a diario me hacías sentir como si no existiera, como si fuera un fantasma. Hasta hoy. Ahora estás recostada en mi cama, envuelta en una dulce calidez casi pegajosa. Mientras beso el tatuaje en tu tobillo —y este otro que recién descubrí en tu espalda— confirmo que ambos contrastan deliciosamente con el halo de inocencia que enmarca tu rostro. Cómo me gustaría poder romper este inútil monólogo y que me escucharas. Pero necesitaría levantarme, separarme de ti e ir a sacar tu cabeza del refrigerador. Y la verdad es que se está tan bien a tu lado que...


Rencoria

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