17 de enero de 2005

Mujer Lince


Sentía la tibieza del agua que escanciaba sobre su cabeza. Después vendría el suave masaje con la esponja limpia que, de otro modo, volvería a humedecerla. Aunque antes Arizmendi se quitaría la corbata, el saco y entonces se daría a la tarea de magarearla, patrocinado por la lubricidad del agua.

Don Carlos era sumamente diestro en su proceder, más aún cuando la pone al borde del paroxismo con su masaje dactilar desde frente y retaguardia. Para ella mostrarse en la soleada jaula es placentero, pero lo que en verdad a llegado a apreciar son esos rituales acuáticos, aunque desea conocer lo que provoca los agónicos gemidos de la chica quetzal, que justo es decirlo, es tan extraordinaria que entre ellas es admirada.

Su papel como lince salvaje parece humillante, sobretodo cuando tiene que inclinarse para que la sujete con aquel arnés de napa y la pasea por los jardines, (los mismos en que la Quetzal deambula libremente), o cuando aún temblando de gusto, la saca de la lujosa pileta, la hace entrar en su elegante celda y es izada hasta colocarla en el zócalo, entre la exótica iguana y la oscura mujer gorila.

Arizmendi no la ha esclavizado; ella sabe que puede abandonar su puesto con pedírselo a la nodriza, como ha visto hacerlo a otras, salir caminando de aquel palacete, para no volver nunca –eso es claro- y abandonar los seis mil euros, que ve reflejados en sus estados de cuenta, pero no lo hará. No volverá a Budapest, no dejará esa vida en el soleado Tenerife, esos depósitos y el gusto de saberse exhibida y admirada.

Quizá un día, llegue a ocupar el lugar principal entre las bestias y ronde libremente los jardines de Don Carlos Arizmendi, Marqués de Vistalegre.


Jorge Rueda

No hay comentarios.: